abe, oh príncipe, que entre los años del hundimiento de Atlantis y las resplandecientes ciudades bajo los océanos, y los de la aparición de los hijos de Aryas, hubo una edad olvidada en la que el mundo estaba cubierto de brillantes reinos como mantos azules bajo las estrellas: Nemedia, Ofir, Brithunia, Hiperbórea, Zamora, con sus muchachas de oscuros cabellos y sus torres plagadas de arácnidos misterios, Zingara y sus caballeros, Koth, limítrofe con las tierras pastoriles de Shem, Stygia, con sus tumbas custodiadas por sombras, e Hyrkania, cuyos jinetes vestían de acero, seda y oro.
Pero el más orgulloso reino del mundo era Aquilonia, que reinaba soberana sobre el soñoliento oeste. Y allí llegó Conan, el cimmerio, el pelo negro, los ojos sombríos, la espada en mano, un ladrón, un saqueador, un asesino, de gigantescas melancolías y gigantescos pesares, para pisotear con sus sandalias los tronos enjoyados de la Tierra.
El nombre de Conan fue enunciado de padres a hijos, recorrió los países más grandes de la época y sus hazañas fueron contadas durante siglos. Librando batallas contra hordas de bestias y hombres, derramando sangre sobre los místicos templos de los hechiceros, enfrentándose contra los dioses y demonios que asentaban la tierra. Hasta arrebatar con sus propias manos, la grandiosa corona de Aquilonia, para entronizarse y ser proclamado Conan como Rey, del reino más poderoso de la era Hyboria.
Vivió y murió según su propia ley, solo confió en su fuerte brazo y en el frío acero de su espada. Así llegó a ser respetado en todo el reino de Aquilonia, luchando por defender su pueblo, su linaje; dando castigo y muerte aquellos que manchaban sus creencias y su disciplina. Porque a pesar de su origen norteño, Conan fue un bárbaro; pero no un salvaje.